Un giro de 180 grados

Para quienes, además de amar los libros de ocasión, dependemos de ellos para nuestro trabajo, el mundo ha dado un giro de 180 grados. Cuando uno empezó a necesitarlos, hace 40 años, y así hasta casi ayer, era toda una hazaña lograr dar con la pieza anhelada. De tienda en tienda, de librero amigo en librero amigo, de catálogo en catálogo, de llamada telefónica en llamada telefónica, había que buscar el volumen deseado sin descanso, con absoluta dedicación, y el asunto solía llevar mucho tiempo. A veces, años. Mientras escribía mi biografía de Salvador Dalí comprendí un día que me urgía tener mi propio ejemplar de un texto sagrado para los surrealistas: Los cantos de Maldoror, de Isidore Ducasse, autodenominado…

Por en Para libreros

Para quienes, además de amar los libros de ocasión, dependemos de ellos para nuestro trabajo, el mundo ha dado un giro de 180 grados. Cuando uno empezó a necesitarlos, hace 40 años, y así hasta casi ayer, era toda una hazaña lograr dar con la pieza anhelada. De tienda en tienda, de librero amigo en librero amigo, de catálogo en catálogo, de llamada telefónica en llamada telefónica, había que buscar el volumen deseado sin descanso, con absoluta dedicación, y el asunto solía llevar mucho tiempo. A veces, años. Mientras escribía mi biografía de Salvador Dalí comprendí un día que me urgía tener mi propio ejemplar de un texto sagrado para los surrealistas: Los cantos de Maldoror, de Isidore Ducasse, autodenominado conde de Lautréamont, cuya primera edición española, traducida por Julio Gómez de la Serna, fue publicada por Biblioteca Nueva en el Madrid de los primeros años veinte. No había manera de encontrarlo. Me pasó lo mismo con El retrato del artista adolescente, de James Joyce, traducido por Dámaso Alonso (con anagrama de Amado Donado para no espantar a su madre, muy católica ella) y publicado igualmente por Biblioteca Nueva, en 1926. Y así con otros infinitos tomos inencontrables. Era desesperante.

 

¿Y HOY?Hoy se puede buscar cualquier libro de ocasión en la pantalla del ordenador y localizarlo en un quítame allá esas pajas. Pedirlo es cuestión de segundos; el libro llega con rapidez asombrosa, y el único problema es disponer del dinero para pagarlo. Acabo de hacer la prueba con los dos títulos mencionados. Han aparecido ambos instantáneamente: seis ejemplares de Maldoror (uno en Barcelona, uno en Santiago de Chile, uno en Sevilla y tres en Madrid) y uno del de Joyce (en Málaga). Afirmo que esto es un prodigio. De haber existido antes, todo habría sido más fácil. Y mi trabajo, mucho más eficaz.

Los libreros de lance, sin embargo, no lo ven de la misma manera, y se comprende. Las cuotas para estar en la red son considerables, mis amigos me hablan de servidumbres intolerables, de duras imposiciones multinacionales. Algunos incluso auguran que, debido a la competencia informática, están condenadas a desaparecer las librerías de lance tal como las conocemos. Que todo se hará a través de la web y que el cliente nunca podrá tratar con un librero de verdad.

Me temo que su miedo está justificado. Y lo siento profundamente, porque la nueva situación virtual tiene poco que ofrecer como sucedáneo del curioseo bibliofílico, actividad que en inglés se conoce como browsing, y que hace las delicias de los auténticos amantes de los libros de ocasión. To browse (la raíz germana significa "pacer") es entrar en una biblioteca, librería o caseta bien nutrida no en busca de un tomo específico, sino dispuesto a la posibilidad de tropezar con algo inesperado. Aventura que encandila a los apasionados del libro y que, por supuesto, no permiten las grandes bibliotecas estatales, de acceso estrictamente reservado a los funcionarios. En la nueva era de la informática quedan para tan gozosa actividad, tan deleitosa manera de pasar unas horas, las bibliotecas públicas y privadas, las librerías de ocasión, los pocos catálogos que todavía llegan por correo (y que supongo que tienen los días contados) y ferias como la que, en su 31ª edición, he tenido el privilegio inaugurar hace poco en el madrileño paseo de Recoletos.

Podemos deducir –como en dicha efeméride señalé– que no estuvo ajeno al placer de buscar libros antiguos Miguel de Cervantes, que habría tenido que recurrir, forzosamente, a los profesionales de lance para obtener las novelas de caballerías de las que Alonso Quijano se revela tan experto conocedor, y para cuya adquisición ha vendido "muchas hanegas de tierra de sembradura", desatendiendo con ello "la administración de su hacienda".

 

EL AMOR DECervantes por los libros de ocasión también se puede colegir del noveno capítulo del Quijote, donde se describe el descubrimiento providencial, a orillas del Tajo, del manuscrito árabe que contiene la extraviada continuación de la "apacible historia" del Caballero de la Triste Figura. ¿Cómo no admirar la aparente sencillez con la que se introduce el episodio? "Estando yo un día en el Alcaná de Toledo –nos cuenta el narrador–, llegó un muchacho a vender unos cartapacios y papeles viejos a un sedero; y como yo soy aficionado a leer, aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado de mi natural inclinación, tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía, y vile con caracteres que conocí ser arábigos…" La "natural inclinación" del lector vocacional; los tentadores cartapacios que todos los auténticos bibliófilos hemos conocido o imaginado, y —Cervantes no lo oculta– la satisfacción (hoy más difícil que antes, desde luego) que produce hacerse con una ganga sin que se dé cuenta el vendedor… ¿cómo no reconocer aquí a un lector compulsivo para quien los libros, y la pasión por coleccionarlos, son la vida misma?

Esperemos que, pese a internet, los libreros de lance, los de carne y hueso, los que saben y aman y aconsejan, puedan seguir sobreviviendo. Si no, ¿adónde iremos a parar los adictos?

Fuente: de Aragón el Periódico.